miércoles, 1 de abril de 2009

La Asamblea de los Pueblos, puja entre el poder y el pueblo



En medio del júbilo producido por la realización de la quincuagésima Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo y la Comisión Interamericana de Inversión –BIDCII–, en la ciudad de Medellín, evento hacia el que han mirado todos los ojos mediáticos, ha pasado más bien desapercibida una reunión paralela, la Asamblea de los Pueblos, que si bien apenas celebra su primera sesión, presenta una ambiciosa agenda de denuncias en contra del modelo de desarrollo planteado por el BID. Sólo su lema da una imagen clara del objetivo: BID, 50 años financiando la desigualdad.

Para Hanna Silverman, representante de la organización uruguaya Instituto del Tercer Mundo, esta Asamblea de los Pueblos es una buena oportunidad para hacer evidente ante la opinión pública de la región el fracaso del modelo de desarrollo, en la medida en que los préstamos que hace a los países pobre no atienden a las necesidades de los más necesitados de América Latina.

De acuerdo a la información divulgada por los organizadores de este evento, en el 2007 un 34,1% de la población latinoamericana se encontraba en situación de pobreza. Por su parte, la extrema pobreza o indigencia abarcaba a un 12,6%. El total de personas sobreviviendo en situación de pobreza alcanzaba los 184 millones de personas, de las cuales 68 millones eran indigentes . Además, y por si fuera poco, la desigualdad en América Latina presenta también índices muy preocupantes, siendo los niveles más altos de desigualdad en la distribución del ingreso del mundo. El ingreso per cápita del 10% más rico supera, en muchos países, en cerca de 20 veces el del 40% más pobre. En 50 años de existencia del BID, mínimamente se esperarían unas cifras mucho más positivas, lo que no es el caso, y que para los críticos es muestra del fracaso del modelo de desarrollo del banco.

Óscar Chacón, director de la Alianza Nacional de Comunidades Latinoamericanas y Caribeñas, con sede en México, es claro en afirmar que si bien el carácter de esta concentración popular es básicamente simbólica, y más allá de su presencia en Medellín y su posición beligerante frente al oficialismo del BID, la idea es asumir un rol de vigilancia y control que constantemente presente propuestas al BID con el objetivo de cambiar el sistema actual, que se logre un modelo más acorde con las necesidades y el sentir de la sociedad civil latinoamericana.

Otro de los puntos débiles señalados en este encuentro popular hace referencia a la conformación del BID. Actualmente cuenta con 22 socios no prestatarios (prestamistas) y 26 prestatarios (receptores de préstamos). Los créditos se otorgan a tasas de interés superiores a las que se pueden obtener en los países no prestatarios (prestamistas), y de paso, se condicionan a la imposición de orientaciones políticas y económicas del interés del mayor socio no prestatario (prestamista), los Estados Unidos, que son dueños de más del 30% Banco.

Vincente McElhinny, ponente del Bank Information Center, organización con sede en Washington, Estados Unidos, quien además mantiene una comunicación directa con el BID mismo –las oficinas de las dos organizaciones se encuentran a pocos metros de distancia– denuncia, por ejemplo, la pérdida de casi dos mil millones de dólares producto de la crisis de los fondos subprime que la caída financiera estadounidense trajo consigo, asunto que fue denunciado por la prensa estadounidense y que tuvo poco efecto sobre el control fiscal del Banco Interamericano de Desarrollo, asunto que ni siquiera su presidente actual, Luis Alberto Moreno, discute públicamente. Apenas en un escueto comunicado leído el viernes 27 de marzo en Medellín informó sobre “pérdidas de cartera de inversión”, sin mencionar el monto.

Esta primera Asamblea de los Pueblos espera crear conciencia sobre el mal estado socioeconómico de la región, con miras a que la opinión pública demande mejores y más efectivas acciones tanto de sus gobiernos como de entidades cuya existencia es el mejoramiento de la calidad de vida en los países beneficiarios.

viernes, 6 de marzo de 2009

Los que renuncian al paraíso

“30 se van hoy de la Iglesia, ¿campaña nacional?
Los renegados dicen que les llenó la copa la posición de los jerarcas católicos frente al aborto, la anticoncepción y las uniones homosexuales”.
Tomado del periódico El Tiempo, jueves 28 de septiembre de 2006

“Nadie os engañe de ninguna manera; porque esto no sucederá sin que venga primero la apostasía y se manifieste el hombre de iniquidad, el hijo de perdición”.
Segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses (2:3),
Nuevo Testamento



La tarde del jueves 28 de septiembre de 2006 –día internacional por la despenalización del aborto en América latina y el Caribe– empieza con algo de sol, pero después de las dos de la tarde el cielo se oscurece un poco, nubes grises amenazan con prolongada lluvia, una de las tantas que caen a finales de este mes en Medellín. En el Parque Bolívar, tradicional espacio del centro de la capital antioqueña, nada fluye fuera de lo común: vendedores de paletas, de globos, de muñecas, voceadores de milagrosos remedios vegetales del Amazonas, un mimo callejero con el maquillaje deslavado, transeúntes que van por todos lados, recorriendo los diversos senderos que atraviesan el parque, bordeando espacios verdes sembrados con árboles y arbustos y protegidos por rejas metálicas de escasa altura.

El Parque Bolívar acoge, en su centro, una imponente estatua del libertador Simón Bolívar, montado a caballo; y, en su extremo norte, la mole de ladrillo que representa la Catedral Metropolitana –la más grande del mundo construida en barro–. Precisamente el atrio de la Catedral sería escenario de un evento muy alejado de los ritos sacrosantos que normalmente tienen lugar en este sitio, y que ciertamente no tendría nada que ver con los servicios fúnebres que, en este momento, se desarrollan en el interior del templo.

Entre los grupos de personas que, ya a las cuatro y media de la tarde, ocupan las escaleras y el atrio mismo, se forma un nuevo –si bien diverso– grupo. Personas felices, con caras de satisfacción y desafío, que se saludan con efusivos abrazos. Muchos llegan al atrio viniendo desde la parte posterior de la Catedral; primero han hecho escala en el tercer piso del Centro Comercial Villanueva, a donde empezaron a llegar a eso de las tres de la tarde. En estas oficinas han entregado, cada uno y de forma individual, derechos de petición. ¿Solicitando qué? Su retiro inmediato e irrevocable de una institución tradicional a la que ingresaron desde muy pequeños, pero a la que ya no quieren hacer parte. Se acaban de declarar apóstatas, esto es, han renunciado voluntariamente a su fe en la religión católica, como lo hicieron antes el emperador romano Julián “el Apóstata”, ó los filósofos Bertran Russell y Friederich Nietzsche. Marta, Cristian[1] y Robinson hacen parte de la tropa, estos tres personajes tienen un papel protagónico en todo este evento.

Quema de brujas, parte I
Nuestro grupo, pues, se diferencia por sus vestimentas: disfraces, pelucas y maquillaje; y otra parafernalia que cargan con ellos: una bandera amarillo y blanco, un pequeño frasco plástico con gasolina y helechos secos. Y por sus actos. Conforman un gran círculo. Un joven del movimiento de la diversidad sexual, disfrazado de indígena, rompe el círculo, realizando una danza ritual amerindia mientras exhibe su desnudez aborigen. Luego, lentamente, cada uno de los personajes llega al centro del círculo para expresar algo de su fuero interno en contra de la Iglesia. Unas mujeres antimilitaristas representan cortesanas lesbianas, otras, del movimiento feminista, brujas condenadas de antaño que hechizan a la gente que las observa. Cristian, con una túnica negra y signos esotéricos, representa a un rosacruz gnóstico. Una prostituta ilustrada seduce al público. Un punk del movimiento antimilitarista manifiesta que “la Iglesia es una mierda”. Robinson representa a un travesti, expresando su erotismo femenino de forma seductora. Aparece entonces un representante del Tribunal de la Santa Inquisición leyendo edictos condenatorios contra los apóstatas, cuando termina con su perorata se dirige a cada uno de los acusados y ata sus manos a la espalda.

Ahora ha dispuesto cierta cantidad de helechos secos a los pies de cada uno de los individuos atados. Se dispone a quemarlos. Sin darse cuenta, los presentes –protagonistas y espectadores– han viajado en el tiempo al año 1503. Con todo dispuesto, aparece la estrella de la tarde: el mismísimo Papa Benedicto XVI –interpretado por un joven del movimiento antimilitarista, un apóstata más–. En sus manos lleva un documento que se apresta a leer en voz alta, para goce del público que lo escucha. En tono fuerte y digno, lee una cadena de acusaciones y penas en contra de los herejes. El punto principal del documento reza:

"El Alto Comisionado de la Santa Inquisición de la muy Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, os condena a la hoguera eterna. Luzbel se ha apoderado de vuestras almas (...). Rogad hermanos por estas perras de Satanás, estos hijos de las tinieblas que han manchado el cuerpo puro del cordero y la virginidad de María siempre Virgen. Las mujeres son brujas que pervierten el cielo de los hombres como lo hizo Eva en un principio con la tentación por la carne, y los sodomitas que incurren en el pecado nefando de sodomía contra natura jamás comulgarán con Dios en el paraíso. Tampoco los jóvenes libertarios que quieren regirse por su propia conciencia y no la que dicta el Santo Papa".


A continuación, la mano misma del Papa prende fuego a las hogueras purificadoras. Entonces se revelan los acusados, gritan vehementemente consignas en contra de la Iglesia: “No le temo, no le creo”. Los espectadores del sacro evento, animados por los hechos, gritan con ánimo: “¡Quémenlos por pecadores!”, incluso un joven exclama con seriedad: “¡Quemen a la de la mitad!”, refiriéndose al travesti. ¿Arderán en el fuego santificador de la Santa Inquisición?

El travesti
Robinson Sánchez Tamayo es abogado, bailarín y activista homosexual. Supo qué era ser apóstata durante la preparación para este evento, antes no tenía conocimiento de los procedimientos canónicos, pero desde hace muchos años experimentaba rechazo hacia la institución religiosa. De la preparación se enteró en agosto, gracias a dos conocidos suyos que estaban liderando el movimiento en Medellín –Marta y Cristian–. Se llevaron a cabo reuniones informativas donde explicaban cómo era el procedimiento de la apostasía y elaboraron una construcción colectiva junto con personas de los movimientos antimilitarista, de jóvenes, feminista y de diversidad sexual, que les permitiera hacer una acción conjunta.

Su distanciamiento de la iglesia surge desde el colegio, antes de darse cuenta de su homosexualidad, cuando se percata de muchas prácticas dogmáticas de la iglesia con las cuales no se sentía identificado. Por su trabajo en los movimientos sociales se dio cuenta de que las instituciones religiosas no logran responder a las necesidades sociales, sólo ejercen control en el ámbito de lo privado, siguiendo una dinámica propia de hegemonía del poder.

Fue sencillo tomar la decisión de participar en este movimiento colectivo de apostasía; una mera formalidad porque se sentía apóstata desde hacía tiempo. Con relación al acto público, considera que fue una síntesis de sentimientos generalizados que muchas personas vivían desde hacía años. Los actos religiosos son públicos, por eso decidieron que este evento de apostasía lo fuera también. Además conocían casos de personas que habían apostatado a quienes la Iglesia les había negado la solicitud. Cita el caso de un muchacho de Pereira, a quien le negaron la solicitud por considerar que se trataba de un mero capricho pasajero.

Su papel en el acto fue de doble: la representación y el pronunciamiento público, además de la redacción de los derechos de petición ante la Iglesia. Fue un travesti en el evento, como representante de uno de los grupos poblacionales perseguido por la religión. Si bien su familia es conservadora y católica, ha sido respetuosa de su decisión.

Se identifica como una persona espiritual, cree que los dioses y demonios están en el interior de las personas. El llamado público que hace es a no ser ciegos en el momento de creer en las instituciones religiosas, ya que hay que comprender que todas esas instituciones tienen intereses políticos y económicos que no pueden ser desconocidos. Opina que las personas deben ser más terrenales al momento de evaluar a las personas que dominan los movimientos religiosos.

El hereje
Cristian es psicólogo y seguidor de la orden rosacruz. Siempre escuchó hablar de excomunión pero fue sólo cuando sus padres le pidieron que hiciera una diligencia en la curia de Medellín, en 2002, que aprovechó para preguntarle a una monja qué se debía hacer para ser excomulgado. La monja se disgustó y le dijo que hablara con el arzobispo. Dejó el asunto en “reposo”. Cuatro años después, un joven de una corporación donde trabajaba le envió un correo electrónico explicando qué era la apostasía, redactado inicialmente por Marta. Luego empezaron a reunirse. Es un movimiento muy diverso: hay homosexuales, góticos, feministas, cristianos no católicos, personas que se sienten heridos por el Catolicismo.

El derecho de petición que él redactó, incluía apartes en los cuales expresaba su desacuerdo con el proceso de cristianización forzado, con que se hubiera quemado a tanto gnóstico rosacruz, con que la Iglesia fuera tan patriarcal frente a la homosexualidad y que él no creía ni en la Iglesia ni en los jerarcas.

Desde pequeño fue muy católico, cuando descubrió su homosexualidad un sacerdote le dijo que no podía ser “esa clase de persona”. En el colegio, cuando aprendió sobre la historia de la colonización de América, le dolían mucho los indígenas, cómo los cristianizaron a la fuerza. Luego ingresó a una fraternidad cristiana esotérica, pero no católica, donde exploró otras áreas de su espiritualidad y su ser. Sintió que en una vida anterior fue quemado por hereje.

Participó en el acto de forma anónima, primero por ser psicólogo, profesionales que deben ser neutros frente a sus pacientes. En esta sociedad, dice, apostatar es ir en contra del sistema y arriesgarse en el área laboral. De otro lado, su familia, profundamente religiosa, no sabe lo que hizo, si bien conocen su posición resistente frente a la Iglesia.

La alborotadora
Marta Restrepo, socióloga, es una aguerrida feminista, militante del movimiento desde hace muchos años. Su decisión de apostatar, y de organizar un evento público y colectivo de apostasía, nació de su deseo de decirle a la Iglesia y a la sociedad general que muchas personas sentían disenso del dogma católico y que tenían derecho a abandonar la Iglesia en la que los habían matriculado siendo bebés sin derecho a voz ni a voto. Según los datos que ha conocido, son los primeros en hacer un acto así en Latinoamérica. Cree que habrá más gente que lo hará en el futuro cercano, hay mucha gente averiguando cómo hacerlo en la medida en que hay personas que están buscando liberarse de las religiones y creando una conciencia más humanista y científica.

De acuerdo a Marta, en Colombia aún está muy distantes de alcanzar una conciencia colectiva libre del colonialismo religioso y cultural dejado por la invasión europea, por lo tanto pasará mucho tiempo para que movimientos laicos, ateos y del pensamiento crítico tengan un lugar más significativo en la transformación de la cultura. Manifiesta que la arrogancia de la Iglesia no le dará mayor trascendencia a este acto –al buscar un testimonio directo en la Arquidiócesis de Medellín para este reportaje, un encargado de la oficina de comunicaciones expresó que dicho evento no había trascendido para la Iglesia–.

Cuando empezaron las reuniones de preparación, llegaron a contar con más de treinta personas interesadas en apostatar públicamente. Al final sólo lo hicieron diecisiete. Para Marta eso indica lo difícil que es pensar diferente y ejercer la autonomía en un país tan rezagado intelectual y políticamente.

Califica positivamente el evento que realizaron en la Metropolitana. Tuvieron cubrimiento de prensa local y nacional. Crearon una amplia base de correos de personas y asociaciones ateas y libertarias. Recibieron voces de apoyo y en un pequeño colectivo se generó una identidad alrededor del tema del ateismo y la lucha por el laicismo en la educación, los temas del Estado y las políticas de salud sexual y reproductiva.

Su trabajo no ha terminado. Ahora están elaborando varios derechos de petición para exigir el retiro de imágenes religiosas de edificios públicos y el fin de las misas y del pago de capellanía en instituciones públicas. Su idea es buscar aliados para trabajarle duro a un proyecto de ley que mande la religión al lugar de donde nunca debió salir: la vida privada. Y, por supuesto, sigue la campaña para que más personas se conviertan en apóstatas.

No considera que el feminismo se plantee a la Iglesia como enemiga, por el contrario piensa que la Iglesia, y su jerarquía, ha visto históricamente como enemigos a quienes no creen en ella, a quienes no la siguen, a quienes han demostrado la falsedad de sus dogmas, lo antinatural e inhumano de su moral y lo inequitativo de sus leyes. El lugar de las mujeres en la jerarquía eclesiástica es servil. No es raro entonces que esta iglesia vea con horror la lucha de las mujeres por sus derechos y libertades.

Quema de brujas, parte II
Cuando el fuego papal arde a los pies de los herejes, la líder feminista lee el manifiesto construido con el consenso del grupo de apóstatas. Este manifiesto expresa diversas denuncias contra la Iglesia, entre las que estaban:


"La oposición por el avance de la democracia y la libertad, negando los derechos de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales, la igualdad de derechos para las mujeres y el respeto a sus decisiones sobre la sexualidad y la maternidad, la violencia de género, el uso de métidos anticonceptivos, la interrupción voluntaria del embarazo, la prevención del vih/sida y otras infecciones de transmisión sexual, la investigación científica con células madre, la reproducción asistida, el debate sobre el derecho a una muerte digna, el derecho a una educación laica, imponiendo una única moral, un discurso único y excluyente que discrimina y estigmatiza a quienes reivindican el respeto a la dignidad humana, la libertad, la razón, el progreso científico para bien de la humanidad y una conciencia universal y humanista".
La declaración de apostasía es el único medio que la Iglesia Católica reconoce para que una persona bautizada deje de pertenecer a ella de forma voluntaria. A los ojos de los apóstatas, la Iglesia celebra bautizos como forma ilegítima de incrementar su implantación social, elevando cifras estadísticas que se traducen en mayores privilegios sociales y económicos.
Posteriormente se queman copias de las partidas de bautismo. Los herejes son liberados y puestos a salvo del fuego redentor. Algunos cristianos anticatólicos y homosexuales habían donado la bandera del Vaticano. En medio del agite y el acto de condena pública, y la premura por terminar la representación por cuestiones de seguridad, se extravía el trozo de tela amarillo y blanco. Surge entonces, en medio de la muchedumbre, un pequeño niño que le dice al gnóstico brujo: “¡Mire la bandera!”.

A falta de quema de brujos y brujas, quemarían la bandera misma del Estado Vaticano. Pero el intento de convertir en cenizas dicho símbolo casi fracasa: no quería prender el fuego. Aparece un anciano embriagado dispuesto a ayudar a la causa, añade una sustancia rojiza –¿licor?– a la bandera. Ahora sí arde rápidamente, como escondiéndose de las cámaras de los medios de comunicación.

La acción termina con entrevistas y la puesta en orden del espacio usado. Los activistas y apóstatas se abrazan con emoción. El gnóstico brujo, invita a los espectadores a una fiesta de celebración en el infierno. Los apóstatas cambian sus disfraces por coloridas camisas con el símbolo de la mitra papal y la consiga “No le temo, no le creo”, en la parte delantera, mientras que la trasera reza “No me excomulgaron, ! yo apostaté!”.


Lo que dice el Código de Derecho Canónico
Libro III, la función de enseñar de la iglesia.Canon 751. Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos.

[1] Esta persona pidió mantener su nombre en reserva y eligió el pseudónimo de “Cristian”.

El Lucifer de la rosa y la cruz

En la noche de un miércoles tengo una cita con un seguidor de la Gran Bestia, del Leviatán. El punto de encuentro es el parque de El Periodista, en pleno centro de Medellín, en medio de música rock, personas sentadas en el suelo conversando, otras de pie jugando fuchi y varias más, sentadas y paradas, fumando marihuana. Una cita con un adorador de Satán no es algo que se vive todos los días, y de hecho podría ser intimidante, afortunadamente a este seguidor en particular lo conocía de antemano. Es un joven de veintiocho años, sicólogo, natural de Medellín, homosexual, de baja estatura, tez trigueña y amable sonrisa. Lo diviso entre un pequeño grupo de personas y le hago señas para que me vea. Nos saludamos y nos dirigimos a un restaurante cercano. Hablaríamos de su fraternidad acompañados de quesos, pan, agua y cerveza; además de la música de fondo –primero agradable, luego algo monótona– que ambienta el lugar.

Después de las frases de cortesía, de preguntar por la vida, el ánimo, el amor y la familia, pasamos al plato fuerte de la conversación. Mi interlocutor, quien pide mantener su nombre en el anonimato –y rechaza de plano la idea de adoptar un seudónimo para la entrevista–, pertenece a la Orden Rosacruz, algo desconocido por buena parte de los mortales, especialmente aquellos que residimos en esta ciudad conservadora enclavada en la montaña. Los primeros documentos públicos relacionados con la Orden Rosacruz, escritos de forma anónima, aparecieron en Alemania y Francia en el siglo XVII, y eran, inicialmente, tres manifiestos que presentaban al público una ideología nueva que buscaba mejorar al ser humano mediante la búsqueda y conocimiento de las fuerzas de la naturaleza. De acuerdo con historiadores y estudiosos, los movimientos rosacrucianos modernos no guardan relación directa con estos tempranos dogmas y son más bien nuevas interpretaciones de adeptos que los retomaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX. La Orden Rosacruz no es una religión ni una secta, tampoco un movimiento político.

El entrevistado lleva ya muchos años de tránsito por doctrinas poco reconocidas por Occidente, y desaprobadas por la fe católica. Hace mucho tiempo, cuenta, se inició en la tradición wicca, en la cual estuvo siete años. Ante mi cara de extrañeza, y la pregunta consecuente, explica: “La wicca es una tradición celta, son filosofías religiosas que tratan de recuperar el sentido de la tierra. De ella hacen parte los rituales paganos pre-cristianos practicados en Europa antes de que los españoles y la Iglesia Católica se enfilaran hacia América. Es una fidelidad a la tierra, una fidelidad, además, a nuestras prácticas amerindias”. La abandonó porque se manejaban muchos valores cristianos “malinterpretados” con cuya interpretación él no está de acuerdo, como el sentido del servicio, la solidaridad y el sacrificio, y se peleaba contra la parte siniestra del ser humano, su sombra, su instinto, en un intento por controlar lo salvaje del individuo. De todos modos al abandonar la wicca, este joven explorador sentía que le faltaba algo, tenía un anhelo por lo que más tarde reconocería como la Orden Rosacruz.

Curiosamente, el primer contacto con lo rosacruciano, se remonta a su niñez, cuando vio un panfleto que le dio su madre: “Me dijo que en su trabajo tenía un jefe que era rosacruz, que cuando a ella se le venía la sangre, él le ponía la mano en la cabeza y ya, paraba de sangrar. Me dijo eso y me quedó en el alma”. Casi quince años después, justo el día en que abandonaba la wicca, fue precisamente su madre quien, en medio de una reunión de celebración, reconoció en uno de los superiores wiccas al jefe de marras que la sanaba con sus manos. Para este practicante en retirada, el reconocimiento hecho por la madre fue una coincidencia asombrosa, sin embargo, siguió firme en su decisión de retirarse. Semanas después, un amigo interesado en diversas prácticas religiosas y espirituales –quien actualmente es sacerdote anglicano y católico–, le dio otro panfleto, sobre los rosacruces holandeses, que tenían un templo en El Poblado, y con los cuales hizo el primer curso introductorio a la Orden Rosacruz. Sin embargo, aquí no encontró algunos detalles accesorios que valoraba en gran medida, como las túnicas o el incienso, y otros objetos de la época medieval en que los paganos eran condenados y quemados por la Santa Inquisición, razón que lo hizo desistir de unirse a ellos. Poco tiempo después, el destino, así lo cree, lo llamó, ni más ni menos que vía telefónica, y con la voz de un joven que buscada orientación sicológica. En un momento determinado de esta charla se reveló un dato muy importante:

En un punto de la conversación llegamos al tema, me dijo:
- Ah, ¡mi papá es rosacruz!
- ¿Qué?, ¿usted cómo me dice eso si en Medellín son muy pocos y es totalmente secreto?
- Mi papá es rosacruz, de veras.
- ¿Usted me puede contactar con él?
- Sí, de hecho uno de los sacerdotes es homosexual y tiene su pareja allí.
- ¿Cómo así? ¿Es que hay una apertura hacia lo homosexual?
- ¡Claro!
- Ahí ingresé. Ingresé a la fraternidad rosacruz de Krumm-Heller.

Arnoldo Krumm-Heller era un médico alemán, ocultista y rosacruz. Durante sus viajes por Latinoamérica, a principios del siglo XX, estudió diversas prácticas ocultistas, gnósticas y espiritualistas, principalmente en México y Brasil. Pocos años antes de su muerte, acaecida en 1949, funda la Fraternitas Rosicruciana Antiqua, orden de tradición hermética que funciona en Brasil.

Hasta aquí no ha surgido en la conversación el temido personaje con cuernos de macho cabrío y pezuñas en lugar de pies, que deja un penetrante olor a azufre por donde pasa; deformaciones todas ellas producto de su desobediencia a Dios, que llevó a su expulsión del paraíso y la condena eterna. Cuenta mi compañero de mesa que la Orden está fuertemente ligada a la masonería, que a su vez se originó en la antigua orden de los caballeros templarios. Los masones adoran a Lucifer, el ángel de la luz, como vehículo para acceder al gran arquitecto, a la entidad que construyó los mundos. Ante mi solicitud de una descripción sucinta sobre el qué de la Orden, expone: “La rosacruz es una fraternidad, hace parte de la fraternidad humana. Son grupos de hombres y mujeres que trabajan su sexualidad, su sombra, intentan recuperar lo que la cristiandad les restó. Como esa fuerza viril, la sexualidad, la concupiscencia. Se realizan rituales paganos. Son organizaciones esotéricas para la evolución personal, para el autoconocimiento de esa parte siniestra que da tanto miedo, que los psicólogos llaman inconsciente, esquema mal adaptativo, relaciones objetales o sombras”.

El diablo que tradicionalmente conocemos en la línea judeocristiana se aleja del Lucifer seguido por los rosacruces. Con visible complacencia, cuenta mi interlocutor que etimológicamente Lucifer significa portador de luz, de otro lado, continúa, Satán viene de Saturno: el cuerpo, la materia, la serpiente. Para los rosacruces, Satán se relaciona con el sistema nervioso primitivo, con los instintos humanos básicos, la sexualidad, el miedo, el afecto, además de los recuerdos. Es la luz que lleva al conocimiento. No se piense pues más en un grupo de seres vestidos de negro, reunidos alrededor del cadáver de un gato –o un niño, si la imaginación es de alto vuelo–, iluminados lúgubremente por velas titilantes. Son personas que, por el contrario, esculcan el interior del ser humano, buscando recuperar la emoción ­­–"la bestia, la sombra”–, opacada durante tanto tiempo por la razón, y convertirla en herramienta de iluminación y evolución.

Hasta ahora todo el asunto suena muy prometedor, así que le pregunto qué ha encontrado en la Orden: “Con la rosacruz he profundizado en mi conocimiento personal, cómo darme cuenta de que yo no soy más que el otro; no soy solamente un cuerpo, tengo muchas otras facultades, ser consciente de lo que puedo hacer, aumentar mi virilidad y mi masculinidad. Esta es una fraternidad telemita, trabaja la voluntad. Pero no la voluntad enseñada por la Iglesia, la que reprime y controla, sino la que viene de abajo, del abismo; es decir, trabajar la pasión que te lleva a estar firme frente a las circunstancias de la vida. Me ha servido también para darme cuenta de que la sexualidad es un vehículo de trascendencia hacia la divinidad: alcanzar la luz a través de la oscuridad”.

En Medellín son pocos los seguidores. La propia característica secreta de la Orden hace que su difusión sea muy limitada; secreto cuyo único fin es asegurar la continuidad de la doctrina, en un intento de mantenerla a salvo de persecuciones fanáticas. La experiencia en Medellín lleva aproximadamente 40 o 50 años. En la fraternidad de mi interlocutor hay unos 60 seguidores. El acceso a la Orden es difícil y, si bien no existe algo así como una lista de requisitos que deben cumplir los aspirantes, sí se busca que los interesados estén libres de amarres cristianos, deseosos de evolucionar y de comprometerse con el secreto del grupo. Se queja el entrevistado del gran prejuicio que maneja la sociedad en relación con quienes se acercan a la espiritualidad por vías diferentes a la religión católica. Particularmente lo han acusado de satánico, de asesino de gatos y niños, cuando eso es falso y totalmente alejado de su realidad rosacruciana. Finalmente señala que este movimiento tiene muchos años de historia y hacia el futuro no se extinguirá; por el contrario, explica convencido, la vía de la post-modernidad que recorre la humanidad llevará inevitablemente a la búsqueda de nuevas formas de entender el mundo y, más importante aún, comprendernos y desarrollar nuestras potencialidades.

Hemos terminado con la frugal comida y la productiva conversación: los platos están vacíos, al igual que los vasos. Apago la grabadora y la guardo en mi maleta. Él luce tranquilo, satisfecho por la charla –y la comida–. Agradezco inmensamente su buena disposición para dejarme entrever algo tan íntimo de su vida. Nos damos un fuerte apretón de manos y un abrazo, que además sella mi compromiso de mantener oculta su identidad. Abandonamos el local, la calle está oscura y fría, caminamos un momento juntos, para luego tomar rumbos opuestos.

Sadomasoquismo: entre el placer y el sufrimiento

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Diez raptos

El período enmarcado por los primeros años de la década de los noventa fue uno de los más oscuros y violentos en la ya compleja historia de Colombia. La guerra a muerte entre el Estado y el narcotráfico alcanzaba su culmen, después de años de una silenciosa participación política y social, dejando cientos de víctimas inocentes en el campo de batalla en que se convirtieron las principales ciudades del país. Para 1993, con la muerte del capo Pablo Escobar Gaviria, el país había alcanzado un relativo remanso de calma y es en ese año cuando el escritor colombiano Gabriel García Márquez, ganador del premio Nóbel en 1982, recibe una solicitud muy particular de una de las familias afectadas por esa guerra sinsentido, difícil de ignorar para un escritor de su talla y mucho más para un periodista: escribir un libro en el que se relataran las penosas experiencias que vivieron durante ciento noventa y tres días por cuenta de un secuestro “político” ordenado por el grupo de los Extraditables, liderados por Pablo Escobar. Así es como nace Noticia de un secuestro.

Este reportaje novelesco, que el mismo autor califica como la labor más difícil y triste de su vida, le tomó tres años de arduo trabajo durante los cuales realizó una serie de entrevistas que le permitieron reunir testimonios dolorosos y escabrosos de diversos actores involucrados en los eventos. Si bien el objetivo inicial era exponer con la historia del secuestro de Maruja Pachón y la odisea vivida por su esposo Alberto Villamizar para rescatarla, en el camino surgió la perentoria necesidad de dar una voz a los otros nueve individuos secuestrados durante el año 1990, durante los primeros meses del gobierno del presidente César Gaviria Trujillo.

Las historias de Marina Montoya y Francisco Santos (secuestrados el 31 de julio), de Diana Turbay, Juan Vitta, Hero Buss, Azucena Liévano, Orlando Acevedo y Richard Becerra (secuestrados el 30 de agosto), y de Maruja Pachón y Beatriz Villamizar (secuestradas el 7 de noviembre) se entrelazan en un relato que intenta ser lo más completo posible, abarcando la situación de los familiares y allegados de las víctimas por un lado, mientras se detalla el estado de las relaciones entre el Gobierno Gaviria, muchas veces puesto entre la espada y la pared y juzgado públicamente con crudeza, y el ilegal grupo de los Extraditables, cuyo medio de acción se centraba en secuestros, asesinatos y atentados.

La lectura del relato se dificulta por momentos, entorpecida por cambios abruptos de tiempos y espacios entre los diversos relatos de las experiencias de cada uno de los secuestrados. La historia se desarrolla entre los años 1990 y 1991, en una línea de tiempo que va y vuelve de acuerdo a los protagonistas momentáneos. Por otro lado se encuentra el lector con un elaborada narración del momento del secuestro de cada una de las víctimas, del mismo modo en que se describen en detalle los diferentes lugares destinados al cautiverio –unos menos tétricos que otros– y las variopintas personalidades de los secuestradores, que van de la amabilidad y buena educación a la brutalidad y el abuso más crudos. Es notable la habilidad del escritor para retratar con palabras los sentimientos de angustia, desesperación y rabia experimentados por las víctimas y sus familias.

Al abordar el texto es perceptible la dificultad enfrentada por García Márquez al momento de materializar esta crónica. Para los lectores cercanos a la obra del Nóbel es claro que su maestría con la pluma no es aparente en un relato en el que la realidad, el sentimiento y el dolor, más que el realismo mágico, la imaginación y la narración, llevan la batuta. No obstante es importante anotar que en medio de una realidad tan compleja como la colombiana, especialmente en el período abordado por este libro, los hechos muchas veces superan la fantasía con la que García Márquez acostumbra alimentar sus historias; así pues en un momento en el que ya casi todo se daba por perdido salta voluntarioso un anciano sacerdote de ruana y cabello blancos, con un espacio diario en la televisión nacional, que logra lo que el Gobierno con todas sus presiones y negociaciones no ha podido: hacer razonar al capo de capos.

Una de las fortalezas más relevantes de este libro es la generación de sentimientos fuertes y muchas veces encontrados en el lector, trascendiendo precisamente esas mismas sensaciones sufridas por los protagonistas del relato, registradas en el papel. Situaciones dolorosas se encuentran a lo largo del texto, y especialmente duras son las descripciones de las muertes violentas de tantos inocentes que el único error que cometieron fue aparecer involuntariamente en el tablero de juego de intereses del narcotráfico; pero así mismo giran en el relato momentos disímiles de dicha, desde aquellos provocados sencillamente por una palabra amable por parte de un secuestrador hasta la felicidad máxima –combinada con terror– cuando llega la anhelada liberación.

Por otro lado la posición de este texto narrativo de doce capítulos como documento histórico le enviste de una gran relevancia al registrar momentos impactantes de la vida nacional colombiana que no deben ser olvidados so pena de perder su tristemente ganada trascendencia, en esa medida debería ser lectura ineludible de todo aquel que desee conocer con algún detalle el flagelo del secuestro y el papel que ha jugado el narcotráfico en la vida de Colombia.

Se busca romántico caballero

Mariana estaba aburrida ya por el continuo flujo de humo proveniente de los cigarrillos, pipas y puros que fumaban los elegantes caballeros por todos los rincones y espacios del tradicional Salón Azul en el viejo Hotel de La Castellana. Aburrida precisamente hoy que se sentía especialmente bella, se había esmerado mucho, durante casi tres horas, en el pulcro arreglo y limpieza de todas las partes de su cuerpo, primero sumergida en un tibio baño de sales reconfortantes, para luego escarbar aquí y allá con una cuchilla y otros penosos instrumentos de los que se vale la estética para arreglar todo lo que se pueda intervenir.

Se había maquillado desnuda, como era su costumbre desde que se hizo mujer. Una suave capa de base aplacaba un poco las pequeñas pero ya escandalosas arrugas y otras muestras del paso del tiempo en su rostro. Sus profundos ojos negros estaban hermosamente resaltados por la línea de lápiz delineador rojo, y las largas y espesas pestañas –­postizas algunas– le imprimían un encanto único a su mirada. Los labios carnosos estaban adornados por el cremoso y brillante tono carmesí del labial que había comprado el fin de semana anterior en la tienda de las hermanas Salazar. Sus normalmente pálidos pómulos lucían el bello trazo celeste de una suave brocha impregnada de algún polvo de estrellas de rubí, de ese que venden empacado para la felicidad de las mujeres. Su ralo cabello estaba oculto por la reluciente peluca castaño oscuro que había escogido para esta noche. Sí, estabas radiante Mariana, ningún hombre en su sano juicio, que podrías encontrarte en cualquier lugar al que te condujeran tus pasos hoy, podría ignorarte.

Llevaba esta fresca tarde de invierno ropa interior roja, de costosa seda y esmeradamente terminada con cientos de encajes y bordados. Sus largas medias veladas, salidas del empaque hacia unas pocas horas, se agarraban apasionadamente a los ligeros color vino tinto en la parte alta de sus muslos. Siempre peleabas Mariana con los calzones, tratando de acomodar por aquí y por allá las flojas carnes de tu intimidad. Y siempre terminabas refunfuñando y resignándote al embutido en que siempre quedaban aquellas convertidas.

El vestido, de corte largo, clásico pero sensual, poseía la maravillosa magia por la cual valía la pena pagar cada peso que exigía doña Bernarda por su perfecta costura, una magia tal que resaltaba sus muchos atributos y ocultaba aquellas áreas que más inseguridad creaban en la buena dama. La caída de la fina tela, rojo sangre, fluía maravillosamente con cada paso y movimiento corporal de la portadora.

La dinámica en este sitio no cambiaba. Mariana ya había estado sentada por casi una hora ante una mesita pequeña, aspirando humo a montones, en el extremo sur del salón, junto a un gran ventanal por donde se empezaban a ver las brillantes luces del alumbrado público que hacía poco habían encendido y las de los pocos automóviles que a esa hora circulaban por la calle. Entonces se acercó un caballero alto y de apariencia fuerte, con el pelo entrecano. Se presentó, con un suave pero cálido apretón de manos y pidió autorización a la bella mujer para acompañarla. Mariana asintió tímidamente y empezaron a conversar. El juego apostaba ser muy interesante esta noche. ¿Será éste Mariana? Deja la ansiedad mujer, disfruta y ocúpate del momento actual con el amable caballero, no dejes que tu mente divague por terrenos poco oportunos para la ocasión.

¿Será posible encontrar el amor en el oscuro rincón de un bar? Ese era el sueño de Mariana, y si bien había sufrido incontables decepciones, seguía insistiendo. Estaba segura que más pronto que tarde daría con el fabuloso hombre de azul príncipe, que la amaría por lo que es, y a quien poco le importaría el bulto de carnes en el calzón de su amada, ese apretado par de testículos y largo miembro que la han atormentado desde que era pequeña y que había aprendido a aceptar con santa paciencia y resignación, totalmente segura de que el hombre a quien este detalle le sería insignificante estaba a la vuelta de la próxima esquina. Siempre a la vuelta de la próxima esquina.

El amor de las bestias

De pie en lo alto del cadalso, esposado, Perry Smith se sentía contrariado por no haber podido disculparse personalmente con los parientes de los Clutter. Era su último deseo como condenado a muerte. Tenía claro que una disculpa no sería nada frente al crimen que había cometido, pero al menos habría traído un poco de tranquilidad a su atribulada mente, algo que requería enormemente en este momento. Apenas unos minutos antes había sido colgado Richard. Si bien Perry, por disposiciones legales, no presenció su muerte, sí había escuchado entristecido el golpe seco y angustiante de la trampa al caer y del cuerpo al ser suspendido súbita y violentamente por la cuerda ajustada alrededor del cuello. Luego tuvo que esperar un momento, que percibió como eterno, mientras declaraban muerto a su compañero, para ser a su vez llevado hasta la horca.

Perry sentía estar viviendo un sueño, una pesadilla como las que lo atormentaban cuando era pequeño y vivía en el orfanato de las monjas. La gran diferencia es que ahora no había gran pájaro redentor que lo rescatara. No entendía cómo su vida estaba a punto de terminar, ahorcado, castigado por el asesinato de cuatro personas pertenecientes a una misma familia. ¿Cómo había sucedido aquello? ¿Por qué lo había hecho? Se lo había preguntado constantemente desde aquel fatídico 15 de noviembre de 1959. Aunque luchaba contra la idea cada vez que surgía con fuerza en su mente, culpaba al estúpido de Dick por todo esto. Pero ya él había sido ejecutado; no podía reclamarle. Ahora era su momento de acompañarlo al infierno.

Durante toda su vida desconfió del amor. El hogar en que nació fue un total desastre, con unos padres que no se respetaban, y en condiciones económicas generalmente precarias. Había vivido romances durante sus años mozos, tontos juegos con mujeres jóvenes, soñadoras y estú-pidas. Perry las había querido, como se quiere un perro fiel o un auto nuevo. No tenía ningún reparo en ello, total no se sentía amado, no tenía porque amar; la verdad era que no sabía cómo hacerlo. Siempre percibió el amor como un juego superficial, algo a lo que las compañías fabricantes de tarjetas y chocolates sacaban provecho el día de San Valentín. Pero todo eso cambió cuando conoció a Richard Hickock –si el destino quiso que dicho encuentro se diera al interior de una prisión, cuando ambos estaban pagando penas por delitos menores, no tenía importancia–.

Desde el primer momento Perry sintió algo diferente hacia Dick. La presencia de este hombre, que irradiaba confianza y gran facilidad para comunicarse, lo deleitaba. Para él, su cuerpo, maltratado por los avatares de la vida, era su fantasma; vivía constantemente acomplejado y lleno de dolor. Dick, por el contrario, era fornido y bien parecido, un imán para las chicas, con toda seguridad, a pesar de cierta asimetría en el rostro –producto de un accidente de tránsito–. Con el tiempo, y gracias a la relativa inactividad del encierro, ambos hombres llegaron a conocerse bien. Se hicieron buenos amigos, camaradas de encarcelamiento. Perry no comprendía bien qué sentía por este otro hombre, pero sí tenía claro que ni él ni Richard eran pervertidos maricones como los que eran usados por los prisioneros para saciar sus frustados deseos sexuales al interior del presidio. No, ambos eran hombres en todo el sentido de la palabra.

Lo había hecho por amor. ¿Lo había hecho por amor? Si después de su arresto, Perry hubiera cedido por completo ante la presión de los interrogatorios, habría respondido eso: “Lo hice por amor”. Aunque se habría reservado el objeto de su amor. Los recuerdos de esa fría noche de otoño se apiñaban en su memoria en un remolino vertiginoso, si bien claro y ordenado. Incluso ahora, recordar la cara de horror que tenía Dick en los momentos previos al asesinato de los Clutter lo conmovía profundamente. Una vez tuvieron sometida a la familia, atados todos, esperando, los perpetradores se tomaron un momento a solas para decidir qué harían. “Sin testigos”, había repetido hasta el cansancio Dick, como una especie de mantra personal, a lo largo de la travesía que los había conducido hasta esa casa, esa noche. Perry no dejaba de renegar por la falta de las malditas medias veladas negras; si las hubieran conseguido y usado se habrían largado del lugar, aban-donando un grupo de personas aterradas, sí, pero vivas. Dick parecía estar en otro mundo, ausente totalmente y, peor aún, ajeno a la decisión que debían tomar ahora. Todo el asunto era verdaderamente ridículo: Dick había involucrado a Perry en sus planes con el único fin de que éste se encargara de eliminar los testigos y era precisamente él quien se rehusaba a matar, mientras su compañero parecía inmerso en un estado de total ausencia.

De pronto, sin saber muy bien por qué, Perry se acercó a Dick y lo besó en la boca por un breve instante. No le hubiera sorprendido recibir un puñetazo. Dick reaccionó, sí, pero sólo para mirarlo a los ojos como un niño pequeño mira a su madre en busca de protección por algo que ha hecho y que sabe que está mal. Perry, sintiendo un enorme fuego arder en su interior, agarró el cuchillo y el arma y fue en busca del señor Clutter, primero. En pocos minutos estaban muertos todos los residentes de la casa. Fue precisa-mente ese arranque de violencia el que, por un momento, le brindó todo el poder que nunca había tenido sobre Dick. Por primera vez fue más fuerte, más hombre, más valiente y más decidido. Ahora Dick dependía de él, estaba sometido a su accionar. Por fin se habían invertido los papeles, ya no era inferior a él, de hecho lo había superado. Cuando pasó la euforia de la adrenalina y pudo pensar con claridad se sintió mareado y el dolor en sus rodillas volvió con fuerza renovada. Tuvo que sentarse en el suelo por unos minutos para evitar caerse, mientras masticaba un puñado de aspirinas. Cuando se recuperó, tomó a Dick del brazo, lo metió en el auto y huyeron.

Más de cinco años después estaba aquí, esperando que el verdugo ajustara la cuerda que, atada alrededor de su cuello, lo mataría por asfixia, falta de irrigación sanguínea al cerebro y fractura de algunas vértebras cervicales. El periodista afeminado estaba también aquí, ya lo había detectado entre el pequeño grupo de personas que presenciaban sus últimos minutos; al menos se había dignado a acompañarlo en este momento. El señor Capote sí era un maricón, un hombre afeminado y delicado, con quien terminó involu-crado en medio de los caminos que la vida tiende, a veces, pareciera, sólo para diversión divina. Había sido muy amable hacía él y Dick, encargándose personalmente de bus-car abogados que interpusieran solicitudes de aplazamiento mientras intentaban tener un nuevo juicio. De nada había servido, sólo había extendido la agonía unos años, pero al final aquí estaba. Se iba, perdonando en su corazón el mal que había hecho y dichoso, por lo menos, de haber vivido el amor una vez en su vida, en un momento que, aunque fugaz, lo elevó por las nubes. Sí, había valido la pena.

Basado en los hechos relatados en la novela "A sangre fría", de Truman Capote