En la noche de un miércoles tengo una cita con un seguidor de la Gran Bestia, del Leviatán. El punto de encuentro es el parque de El Periodista, en pleno centro de Medellín, en medio de música rock, personas sentadas en el suelo conversando, otras de pie jugando fuchi y varias más, sentadas y paradas, fumando marihuana. Una cita con un adorador de Satán no es algo que se vive todos los días, y de hecho podría ser intimidante, afortunadamente a este seguidor en particular lo conocía de antemano. Es un joven de veintiocho años, sicólogo, natural de Medellín, homosexual, de baja estatura, tez trigueña y amable sonrisa. Lo diviso entre un pequeño grupo de personas y le hago señas para que me vea. Nos saludamos y nos dirigimos a un restaurante cercano. Hablaríamos de su fraternidad acompañados de quesos, pan, agua y cerveza; además de la música de fondo –primero agradable, luego algo monótona– que ambienta el lugar.
Después de las frases de cortesía, de preguntar por la vida, el ánimo, el amor y la familia, pasamos al plato fuerte de la conversación. Mi interlocutor, quien pide mantener su nombre en el anonimato –y rechaza de plano la idea de adoptar un seudónimo para la entrevista–, pertenece a la Orden Rosacruz, algo desconocido por buena parte de los mortales, especialmente aquellos que residimos en esta ciudad conservadora enclavada en la montaña. Los primeros documentos públicos relacionados con la Orden Rosacruz, escritos de forma anónima, aparecieron en Alemania y Francia en el siglo XVII, y eran, inicialmente, tres manifiestos que presentaban al público una ideología nueva que buscaba mejorar al ser humano mediante la búsqueda y conocimiento de las fuerzas de la naturaleza. De acuerdo con historiadores y estudiosos, los movimientos rosacrucianos modernos no guardan relación directa con estos tempranos dogmas y son más bien nuevas interpretaciones de adeptos que los retomaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX. La Orden Rosacruz no es una religión ni una secta, tampoco un movimiento político.
El entrevistado lleva ya muchos años de tránsito por doctrinas poco reconocidas por Occidente, y desaprobadas por la fe católica. Hace mucho tiempo, cuenta, se inició en la tradición wicca, en la cual estuvo siete años. Ante mi cara de extrañeza, y la pregunta consecuente, explica: “La wicca es una tradición celta, son filosofías religiosas que tratan de recuperar el sentido de la tierra. De ella hacen parte los rituales paganos pre-cristianos practicados en Europa antes de que los españoles y la Iglesia Católica se enfilaran hacia América. Es una fidelidad a la tierra, una fidelidad, además, a nuestras prácticas amerindias”. La abandonó porque se manejaban muchos valores cristianos “malinterpretados” con cuya interpretación él no está de acuerdo, como el sentido del servicio, la solidaridad y el sacrificio, y se peleaba contra la parte siniestra del ser humano, su sombra, su instinto, en un intento por controlar lo salvaje del individuo. De todos modos al abandonar la wicca, este joven explorador sentía que le faltaba algo, tenía un anhelo por lo que más tarde reconocería como la Orden Rosacruz.
Curiosamente, el primer contacto con lo rosacruciano, se remonta a su niñez, cuando vio un panfleto que le dio su madre: “Me dijo que en su trabajo tenía un jefe que era rosacruz, que cuando a ella se le venía la sangre, él le ponía la mano en la cabeza y ya, paraba de sangrar. Me dijo eso y me quedó en el alma”. Casi quince años después, justo el día en que abandonaba la wicca, fue precisamente su madre quien, en medio de una reunión de celebración, reconoció en uno de los superiores wiccas al jefe de marras que la sanaba con sus manos. Para este practicante en retirada, el reconocimiento hecho por la madre fue una coincidencia asombrosa, sin embargo, siguió firme en su decisión de retirarse. Semanas después, un amigo interesado en diversas prácticas religiosas y espirituales –quien actualmente es sacerdote anglicano y católico–, le dio otro panfleto, sobre los rosacruces holandeses, que tenían un templo en El Poblado, y con los cuales hizo el primer curso introductorio a la Orden Rosacruz. Sin embargo, aquí no encontró algunos detalles accesorios que valoraba en gran medida, como las túnicas o el incienso, y otros objetos de la época medieval en que los paganos eran condenados y quemados por la Santa Inquisición, razón que lo hizo desistir de unirse a ellos. Poco tiempo después, el destino, así lo cree, lo llamó, ni más ni menos que vía telefónica, y con la voz de un joven que buscada orientación sicológica. En un momento determinado de esta charla se reveló un dato muy importante:
En un punto de la conversación llegamos al tema, me dijo:
- Ah, ¡mi papá es rosacruz!
- ¿Qué?, ¿usted cómo me dice eso si en Medellín son muy pocos y es totalmente secreto?
- Mi papá es rosacruz, de veras.
- ¿Usted me puede contactar con él?
- Sí, de hecho uno de los sacerdotes es homosexual y tiene su pareja allí.
- ¿Cómo así? ¿Es que hay una apertura hacia lo homosexual?
- ¡Claro!
- Ahí ingresé. Ingresé a la fraternidad rosacruz de Krumm-Heller.
Arnoldo Krumm-Heller era un médico alemán, ocultista y rosacruz. Durante sus viajes por Latinoamérica, a principios del siglo XX, estudió diversas prácticas ocultistas, gnósticas y espiritualistas, principalmente en México y Brasil. Pocos años antes de su muerte, acaecida en 1949, funda la Fraternitas Rosicruciana Antiqua, orden de tradición hermética que funciona en Brasil.
Hasta aquí no ha surgido en la conversación el temido personaje con cuernos de macho cabrío y pezuñas en lugar de pies, que deja un penetrante olor a azufre por donde pasa; deformaciones todas ellas producto de su desobediencia a Dios, que llevó a su expulsión del paraíso y la condena eterna. Cuenta mi compañero de mesa que la Orden está fuertemente ligada a la masonería, que a su vez se originó en la antigua orden de los caballeros templarios. Los masones adoran a Lucifer, el ángel de la luz, como vehículo para acceder al gran arquitecto, a la entidad que construyó los mundos. Ante mi solicitud de una descripción sucinta sobre el qué de la Orden, expone: “La rosacruz es una fraternidad, hace parte de la fraternidad humana. Son grupos de hombres y mujeres que trabajan su sexualidad, su sombra, intentan recuperar lo que la cristiandad les restó. Como esa fuerza viril, la sexualidad, la concupiscencia. Se realizan rituales paganos. Son organizaciones esotéricas para la evolución personal, para el autoconocimiento de esa parte siniestra que da tanto miedo, que los psicólogos llaman inconsciente, esquema mal adaptativo, relaciones objetales o sombras”.
El diablo que tradicionalmente conocemos en la línea judeocristiana se aleja del Lucifer seguido por los rosacruces. Con visible complacencia, cuenta mi interlocutor que etimológicamente Lucifer significa portador de luz, de otro lado, continúa, Satán viene de Saturno: el cuerpo, la materia, la serpiente. Para los rosacruces, Satán se relaciona con el sistema nervioso primitivo, con los instintos humanos básicos, la sexualidad, el miedo, el afecto, además de los recuerdos. Es la luz que lleva al conocimiento. No se piense pues más en un grupo de seres vestidos de negro, reunidos alrededor del cadáver de un gato –o un niño, si la imaginación es de alto vuelo–, iluminados lúgubremente por velas titilantes. Son personas que, por el contrario, esculcan el interior del ser humano, buscando recuperar la emoción –"la bestia, la sombra”–, opacada durante tanto tiempo por la razón, y convertirla en herramienta de iluminación y evolución.
Hasta ahora todo el asunto suena muy prometedor, así que le pregunto qué ha encontrado en la Orden: “Con la rosacruz he profundizado en mi conocimiento personal, cómo darme cuenta de que yo no soy más que el otro; no soy solamente un cuerpo, tengo muchas otras facultades, ser consciente de lo que puedo hacer, aumentar mi virilidad y mi masculinidad. Esta es una fraternidad telemita, trabaja la voluntad. Pero no la voluntad enseñada por la Iglesia, la que reprime y controla, sino la que viene de abajo, del abismo; es decir, trabajar la pasión que te lleva a estar firme frente a las circunstancias de la vida. Me ha servido también para darme cuenta de que la sexualidad es un vehículo de trascendencia hacia la divinidad: alcanzar la luz a través de la oscuridad”.
En Medellín son pocos los seguidores. La propia característica secreta de la Orden hace que su difusión sea muy limitada; secreto cuyo único fin es asegurar la continuidad de la doctrina, en un intento de mantenerla a salvo de persecuciones fanáticas. La experiencia en Medellín lleva aproximadamente 40 o 50 años. En la fraternidad de mi interlocutor hay unos 60 seguidores. El acceso a la Orden es difícil y, si bien no existe algo así como una lista de requisitos que deben cumplir los aspirantes, sí se busca que los interesados estén libres de amarres cristianos, deseosos de evolucionar y de comprometerse con el secreto del grupo. Se queja el entrevistado del gran prejuicio que maneja la sociedad en relación con quienes se acercan a la espiritualidad por vías diferentes a la religión católica. Particularmente lo han acusado de satánico, de asesino de gatos y niños, cuando eso es falso y totalmente alejado de su realidad rosacruciana. Finalmente señala que este movimiento tiene muchos años de historia y hacia el futuro no se extinguirá; por el contrario, explica convencido, la vía de la post-modernidad que recorre la humanidad llevará inevitablemente a la búsqueda de nuevas formas de entender el mundo y, más importante aún, comprendernos y desarrollar nuestras potencialidades.
Hemos terminado con la frugal comida y la productiva conversación: los platos están vacíos, al igual que los vasos. Apago la grabadora y la guardo en mi maleta. Él luce tranquilo, satisfecho por la charla –y la comida–. Agradezco inmensamente su buena disposición para dejarme entrever algo tan íntimo de su vida. Nos damos un fuerte apretón de manos y un abrazo, que además sella mi compromiso de mantener oculta su identidad. Abandonamos el local, la calle está oscura y fría, caminamos un momento juntos, para luego tomar rumbos opuestos.
viernes, 6 de marzo de 2009
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