viernes, 6 de marzo de 2009

El amor de las bestias

De pie en lo alto del cadalso, esposado, Perry Smith se sentía contrariado por no haber podido disculparse personalmente con los parientes de los Clutter. Era su último deseo como condenado a muerte. Tenía claro que una disculpa no sería nada frente al crimen que había cometido, pero al menos habría traído un poco de tranquilidad a su atribulada mente, algo que requería enormemente en este momento. Apenas unos minutos antes había sido colgado Richard. Si bien Perry, por disposiciones legales, no presenció su muerte, sí había escuchado entristecido el golpe seco y angustiante de la trampa al caer y del cuerpo al ser suspendido súbita y violentamente por la cuerda ajustada alrededor del cuello. Luego tuvo que esperar un momento, que percibió como eterno, mientras declaraban muerto a su compañero, para ser a su vez llevado hasta la horca.

Perry sentía estar viviendo un sueño, una pesadilla como las que lo atormentaban cuando era pequeño y vivía en el orfanato de las monjas. La gran diferencia es que ahora no había gran pájaro redentor que lo rescatara. No entendía cómo su vida estaba a punto de terminar, ahorcado, castigado por el asesinato de cuatro personas pertenecientes a una misma familia. ¿Cómo había sucedido aquello? ¿Por qué lo había hecho? Se lo había preguntado constantemente desde aquel fatídico 15 de noviembre de 1959. Aunque luchaba contra la idea cada vez que surgía con fuerza en su mente, culpaba al estúpido de Dick por todo esto. Pero ya él había sido ejecutado; no podía reclamarle. Ahora era su momento de acompañarlo al infierno.

Durante toda su vida desconfió del amor. El hogar en que nació fue un total desastre, con unos padres que no se respetaban, y en condiciones económicas generalmente precarias. Había vivido romances durante sus años mozos, tontos juegos con mujeres jóvenes, soñadoras y estú-pidas. Perry las había querido, como se quiere un perro fiel o un auto nuevo. No tenía ningún reparo en ello, total no se sentía amado, no tenía porque amar; la verdad era que no sabía cómo hacerlo. Siempre percibió el amor como un juego superficial, algo a lo que las compañías fabricantes de tarjetas y chocolates sacaban provecho el día de San Valentín. Pero todo eso cambió cuando conoció a Richard Hickock –si el destino quiso que dicho encuentro se diera al interior de una prisión, cuando ambos estaban pagando penas por delitos menores, no tenía importancia–.

Desde el primer momento Perry sintió algo diferente hacia Dick. La presencia de este hombre, que irradiaba confianza y gran facilidad para comunicarse, lo deleitaba. Para él, su cuerpo, maltratado por los avatares de la vida, era su fantasma; vivía constantemente acomplejado y lleno de dolor. Dick, por el contrario, era fornido y bien parecido, un imán para las chicas, con toda seguridad, a pesar de cierta asimetría en el rostro –producto de un accidente de tránsito–. Con el tiempo, y gracias a la relativa inactividad del encierro, ambos hombres llegaron a conocerse bien. Se hicieron buenos amigos, camaradas de encarcelamiento. Perry no comprendía bien qué sentía por este otro hombre, pero sí tenía claro que ni él ni Richard eran pervertidos maricones como los que eran usados por los prisioneros para saciar sus frustados deseos sexuales al interior del presidio. No, ambos eran hombres en todo el sentido de la palabra.

Lo había hecho por amor. ¿Lo había hecho por amor? Si después de su arresto, Perry hubiera cedido por completo ante la presión de los interrogatorios, habría respondido eso: “Lo hice por amor”. Aunque se habría reservado el objeto de su amor. Los recuerdos de esa fría noche de otoño se apiñaban en su memoria en un remolino vertiginoso, si bien claro y ordenado. Incluso ahora, recordar la cara de horror que tenía Dick en los momentos previos al asesinato de los Clutter lo conmovía profundamente. Una vez tuvieron sometida a la familia, atados todos, esperando, los perpetradores se tomaron un momento a solas para decidir qué harían. “Sin testigos”, había repetido hasta el cansancio Dick, como una especie de mantra personal, a lo largo de la travesía que los había conducido hasta esa casa, esa noche. Perry no dejaba de renegar por la falta de las malditas medias veladas negras; si las hubieran conseguido y usado se habrían largado del lugar, aban-donando un grupo de personas aterradas, sí, pero vivas. Dick parecía estar en otro mundo, ausente totalmente y, peor aún, ajeno a la decisión que debían tomar ahora. Todo el asunto era verdaderamente ridículo: Dick había involucrado a Perry en sus planes con el único fin de que éste se encargara de eliminar los testigos y era precisamente él quien se rehusaba a matar, mientras su compañero parecía inmerso en un estado de total ausencia.

De pronto, sin saber muy bien por qué, Perry se acercó a Dick y lo besó en la boca por un breve instante. No le hubiera sorprendido recibir un puñetazo. Dick reaccionó, sí, pero sólo para mirarlo a los ojos como un niño pequeño mira a su madre en busca de protección por algo que ha hecho y que sabe que está mal. Perry, sintiendo un enorme fuego arder en su interior, agarró el cuchillo y el arma y fue en busca del señor Clutter, primero. En pocos minutos estaban muertos todos los residentes de la casa. Fue precisa-mente ese arranque de violencia el que, por un momento, le brindó todo el poder que nunca había tenido sobre Dick. Por primera vez fue más fuerte, más hombre, más valiente y más decidido. Ahora Dick dependía de él, estaba sometido a su accionar. Por fin se habían invertido los papeles, ya no era inferior a él, de hecho lo había superado. Cuando pasó la euforia de la adrenalina y pudo pensar con claridad se sintió mareado y el dolor en sus rodillas volvió con fuerza renovada. Tuvo que sentarse en el suelo por unos minutos para evitar caerse, mientras masticaba un puñado de aspirinas. Cuando se recuperó, tomó a Dick del brazo, lo metió en el auto y huyeron.

Más de cinco años después estaba aquí, esperando que el verdugo ajustara la cuerda que, atada alrededor de su cuello, lo mataría por asfixia, falta de irrigación sanguínea al cerebro y fractura de algunas vértebras cervicales. El periodista afeminado estaba también aquí, ya lo había detectado entre el pequeño grupo de personas que presenciaban sus últimos minutos; al menos se había dignado a acompañarlo en este momento. El señor Capote sí era un maricón, un hombre afeminado y delicado, con quien terminó involu-crado en medio de los caminos que la vida tiende, a veces, pareciera, sólo para diversión divina. Había sido muy amable hacía él y Dick, encargándose personalmente de bus-car abogados que interpusieran solicitudes de aplazamiento mientras intentaban tener un nuevo juicio. De nada había servido, sólo había extendido la agonía unos años, pero al final aquí estaba. Se iba, perdonando en su corazón el mal que había hecho y dichoso, por lo menos, de haber vivido el amor una vez en su vida, en un momento que, aunque fugaz, lo elevó por las nubes. Sí, había valido la pena.

Basado en los hechos relatados en la novela "A sangre fría", de Truman Capote

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