El agua de la bañera estaba lista. Se sentía una agradable temperatura en el pequeño cuarto de baño. Las sales y aceites minerales liberaban cada vez con mayor fuerza la desnudez perfecta de sus esencias, estimuladas por la calidez del agua en que habían sido disueltas, formando parte de esa perfecta cortina de denso, húmedo vapor que lo nublaba todo, empañando espejos y ventanas. Los cristales del amplio tragaluz circular escapaban a este efecto, por su altura seguro, dejando el camino despejado hacia un hermoso cielo nocturno de verano.
Joel había planeado este gran momento desde hacía años, lo había imaginado tantas veces, con tantos detalles y en tan diversos momentos, que todo lo hacía mecánicamente por miedo a estropearlo. Con estudiada lentitud dejó caer la bata de inmaculada seda blanca que lo cubría, y observó por un momento aquel cuerpo maltratado reflejado en el gran espejo fijado a la parte posterior de la puerta. No, no se puede ocultar el paso del tiempo, pero se enorgullecía de cada cicatriz y huella que la vida le había entregado. Se sentía hermosamente marcado, como el viejo y robusto roble que aún está enclavado en el centro del Parque Principal, en el cual infinidad de enamorados llenos de esperanzas han tallado delica-damente el nombre del objeto de su deseo, como si el imprimirlo y enjuagarlo en la verde sangre vegetal lo conjurara para siempre a su lado. Hizo un ligero gesto de despedida al Joel del espejo, dejó caer la bata delicadamente y se sumergió en la bañera. Al instante lo invadió una sensación sobrecogedora de placer y tranquilidad; algo similar debió sentir en aquel tiempo lejano cuando estuvo en el vientre de su madre, inmerso en un océano de bienestar.
Tomó el control remoto y encendió el reproductor de discos compactos. Ajustó el volumen y pronto lo envolvió una hermosa y magistral interpretación al piano. Dibujó una sonrisa en su boca de labios finos y oscuros. Había grabado un único tema en el compacto, que sonaría una y otra vez, hasta que mañana temprano alguien –probablemente Manuela– se atreviera a apagar el estéreo. Este pensamiento provocó un leve escalofrío a lo largo de su cuerpo. Tenía la total certeza –triste certeza– de que a partir de mañana, para todos aquellos que le conocían y amaban, esta hermosa pieza se convertiría en himno de tristeza y nostalgia, incluso de horror. Era el primer movimiento, adagio sostenuto, de la Sonata quasi una fantasia, No. 14 en do sostenido menor, opus 27, escrita en 1801 por su más amado compositor, Herr Ludwig van Beethoven.
En este momento de su vida reconocía no haberle bastado las miles de ocasiones en que la escuchó. Conocía de memoria cada nota, cada compás. Siempre le pareció tonta la romántica inter-pretación dada a la obra por algún poeta, que la terminó denominando Claro de Luna. A Joel le inducía ideas extrañas, pero sólo el primer movimiento; los otros dos, allegreto y presto agitato, le tenían sin cuidado, razón por la cual no se molestó en incluirlos en su grabación. Alguna vez se atrevió incluso a pensar que desdibujaban el efecto del primero, como si accidentalmente hubieran sido juntadas dos partituras ajenas –por muy desordenado que fuera el compositor, esa idea no era más que un juego mental de Joel–. Durante su vida trabajó por la gente, tratando con menor o mayor éxito innu-merables dolencias físicas, pero siempre quedando desconcertado ante las mentales. De igual forma fue testigo del silencioso, sobrio y eficaz marchar de la muerte. Precisamente esa era la imagen que resurgía en su interior con cada nota de este primer movimiento: los últimos momentos de vida de algún ser precioso eran descritos de manera perfecta por la música.
Se relajó, bebió un poco del buen Merlot que había servido y clavó su mirada, aunada al fuego de su deseo, en la brillante hoja nueva del bisturí que estaba a su izquierda. Lo tomó firmemente, con un movimiento rápi-do y seguro, provocando una mínima sensación de dolor, hizo un profundo corte longitudinal en la parte interna del extremo distal del antebrazo derecho, siguiendo el recorrido de la vena mediana; luego hizo lo mismo en la extremidad izquierda. No hay color más perfecto y evocador que el vivo –precisamente vivo– rojo de la sangre, pensaba Joel. Con inmenso placer veía cómo aquel hermoso y vital líquido que le habitaba lo abandonaba, cual amante víctima del engaño y enceguecida por la ira, diluyéndose en la cálida y perfumada agua de la bañera, cambiando el claro tono de la solución jabonosa por un tímido carmesí que con el transcurrir de las horas adquiriría un mayor carácter.
Con cada nota se sentía ir. Había vivido, luchado y sufrido muchos años, regocijándose y entristecién-dose con el vaivén de la vida, como un pequeño navío abandonado en la mitad de la implacable mar, resistiendo el embate de las olas cuyo único propósito era hundirlo. Ya sentía no tener más que hacer con su vida, y no quería convertirse en una carga. No había remordimientos de conciencia. Mañana llegaría Sebas-tián, leería la nota dejada en la puerta y llamaría a la policía. Todo estaba arreglado.
En pocos momentos el fluir de su sangre estaba en perfecta armonía con el de la música. ¿Sería así el paraíso? Tal vez, pero ¿quién carajo lo sabría? Joel no le daba ninguna significación mística a la música, mucho menos creía en cuestiones metafísicas o religiosas, meramente conocía algunas teorías y doctrinas por cultura general y por el mero hábito de vivir. Era ateo, lo único en que había creído toda su vida era en sí mismo –dejó de creer en su madre cuando la perdió–. Pero no iba más allá, no tenía esperanzas siquiera en el género humano. Fue de pocos amigos, más por el esfuerzo que ellos hicieron de estar a su lado que por deseo del propio Joel. Siempre cultivó todas aquellas manías y comporta-mientos que los demás interpretaban como misantrópicas o antisociales. “¡Que imbéciles!”. Total no fue nunca preocupación suya lo que los otros pensaran.
Ya había pasado un buen lapso de tiempo desde que había abierto sus venas para dejar correr libremente su sangre. Ahora luchaba por mante-nerse consciente, queriendo ser testigo de su final tanto como le fuera posible. El agua de la bañera había disuelto gran cantidad de sangre, mostrando un fuerte tono carmesí. No tenía últimas palabras que decir, además no valía la pena el esfuerzo sin alguien que las recibiera. Al momento de dar el último suspiro en estado de conciencia, Joel se apropió de los acordes finales del adagio y se abandonó feliz e irremediablemente justo cuando el pianista liberaba el teclado en la grabación. Ese fue el último regalo que la vida le otorgó.
viernes, 6 de marzo de 2009
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